Tras el intento de asesinato de Donald Trump, Elon Musk dejó su papel de magnate tecnológico excéntrico, ajeno a la política, para convertirse en uno de los principales donantes de la campaña electoral del republicano. Un amor que tanto Donald como Elon exhibían con orgullo. Así que, tras la victoria, la alegría fue máxima. El hombre más rico del mundo se puso al frente del Departamento de Eficiencia Gubernamental, una figura en la que muchos vieron un claro conflicto de intereses y el intento del sudafricano de sortear las trabas institucionales a sus empresas. Un cargo, sin despacho, aunque no hacía falta. Musk se movía como pez en el agua por la Casa Blanca y entraba incluso con su hijo en el Despacho Oval. El amor siguió así, contra viento y marea, protestas y ataques a coches, ante los que Trump llegó a amenazar con encarcelar a los responsables en las cárceles de Bukele y convirtió los jardines de la Casa Blanca en una concesionario Tesla. Pero Washington no es los suficientemente grande como para tener dos sheriffs y con tanto ego esto era inevitable, resumen los expertos, "lo sorprendente es que haya sido tan rápido", considera un profesor de Gestión Política. Porque hace solo una semana, el presidente le estaba entregando las llaves de la Casa Blanca y restaba importancia a los informes de su consumo de drogas. "Creo que es fantástico", decía el viernes un Trump empapado ya por el chaparrón, preludio de una tormenta que, no por esperada, ha dejado de ser increíblemente explosiva.